Hot! Gallery El pueblo de la revelación

El camino estrecho, de Elfred Lee (Foto: White Estate / Reprodução)

En la columna anterior vimos cómo Dios se opuso las teologías antiguas, de que los dioses estaban circunscriptos a sus territorios y que la derrota de una nación representaba la derrota de su dios. El libro de Daniel deja claro que, en el caso de Israel, eso fue completamente diferente: Dios no estaba vinculado a una geografía y no había sido derrotado por Marduc, Bel o cualquier deidad babilónica. El exilio era un castigo del pacto por el cual el pueblo debía pasar para reencontrar su identidad y rescatar su fe (Deuteronomio 28:64; 30:1-8). La “disciplina” debía durar 70 años, al fin de los cuales Dios actuaría poderosamente para recolocarlos en la tierra de la promesa (Jeremías 25:11, 12).

En medio de la crisis del exilio Daniel presenta una respuesta en los niveles individual y nacional. Demuestra que a pesar de la apostasía y la rebelión contumaz que finalmente resultó en galut (“exilio”), Dios todavía tenía hijos fieles que conservarían su fe, hasta las últimas consecuencias, si se les exigía (capítulos 1, 3, 6). A nivel nacional, Dios jamás dejaría de manifestar su amor y cuidado por el pueblo del pacto, que de allí en adelante tendría que acostumbrarse a existir bajo potencias extranjeras paganas (capítulos 2, 7-12).

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La nación elegida, por medio de la cual el Mesías todavía se manifestaría, estaba bajo el dominio de potencias extranjeras que más se parecían a fieras espantosas (Daniel 7:1-8). Había sido “devorada” (Lamentaciones 2:2, 5; Jeremías 46:10, 14; Nahúm 2:13; Habacuc 1:8) por Babilonia y su existencia fue amenazada vez tras vez por los imperios subsecuentes. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, Dios prometió que jamás abandonaría a su pueblo, confirmando la promesa de que “la descendencia de Israel” jamás dejaría de existir (Jeremías 31:34-36).

El amor y la preocupación por su pueblo están en el centro de las visiones de los cuatro imperios. Esos imperios no fueron importantes porque ejercieron un dominio mundial, como muchos de nosotros decimos. Sin minimizar la importancia histórica de los cuatro imperios de la profecía, otros imperios fueron tan o más vastos y poderosos, como las dinastías chinas y el imperio británico, que llegó a dominar sobre más de un tercio del globo terrestre. Desde la perspectiva profética, la importancia de los cuatro imperios de Daniel reside en el hecho de que dominarían sobre la Tierra y el pueblo de Israel con importantes implicaciones para el plan de la salvación.

Identidad profética

Las visiones del libro de Daniel, así como los mensajes de los antiguos profetas, servían para amparar a los individuos en sus pruebas personales. También servían para fortalecer al pueblo, cuya existencia estaba amenazada. Según Elena de White “de no haber sido por las palabras de aliento contenidas en las expresiones proféticas emitidas por los mensajeros de Dios […] habrían hecho desesperar al corazón más valeroso” (Profetas y Reyes, p. 342).

En el galut (“exilio”), Dios gale (“revela”, Daniel 2:22). Ambos conceptos son expresados por la misma raíz aramea y hebrea. Curiosamente, Hitgalut es el nombre hebreo del libro del Apocalipsis. Por lo tanto, hay una relación semántica y teológica entre el exilio y la revelación. Al paso que la revelación profética alienta y anima a los b’ne galuta (“hijos del exilio”, Daniel 2:25; 5:13; 6:14), también les ofrece esperanza en el presente, señalando al reino mesiánico. Por lo tanto, ya no son “hijos del exilio”, sino “hijos de la revelación”, un pueblo profético, en el sentido de que tiene una visión profética y de que la profecía se cumple en su experiencia.

Así, por medio de la revelación, Dios se hizo real para su pueblo, estando lejos de la Tierra. Eso generó por primera vez una noción de religiosidad independiente de la Tierra, lo que avanzaría en el futuro para más allá del vínculo nacional. Esa idea abrió espacio para una adoración al verdadero Dios “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23).

En nuestros días, la visión profética se hace tan esencial como en los tiempos de Daniel. Dios levanta un movimiento para “profetizar” al mundo en los momentos finales de la historia (Apocalipsis 10:11); o sea, tiene una misión profética. Además, ese “pueblo” también tiene una identidad profética: es el remanente de la profecía bíblica en el tiempo del fin “los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apocalipsis 12:17) o “la fe de Jesús” (Apocalipsis 14:12). Así, los vínculos humanos y materiales pierden el valor ante la “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13). Cuando todo parece perdido, recordamos que “nuestra ciudadanía está en los cielos, donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20). Le corresponde al pueblo de la revelación vivir como ciudadanos de la patria celestial y preparar a otros para vivir en ella.